Ella se levanta, cada mañana.
Y seria, responde a la
luz con la mejor de sus intenciones,
ajena a la desesperación que le causan los encontronazos de
esquinas y portales.
Cuando los que
coordinan sus estridentes voces a la vez, le preguntan
¿y ahora, qué harás?
ella, seria, pronuncia un balbuceo idiotizado,
y acaba por callar, para no entorpecer al dramatismo de su
espera.
Como de costumbre, maldice a las siestas y al tiempo que le
sobra
porque propician, casi por descuido, que ella enjuicie
a la belleza inalterada, la de los poemas y las fábulas.
Y cuando le dicen, los que andan por aquí y por allí,
que el padecimiento de hacer el amor acaba por olvidarse,
y que no supone más que sustraer, de la búsqueda insaciable
del placer, el final
ella, se ríe.
Se va a dormir, todas las noches.
Y todos, los curiosos
e indiscretos, se marchan, y la dejan sola.
Se pregunta qué ocurriría si ese final no llegase nunca,
si no existiera,
si fuese pues la historia despreocupada que olvidó terminar
y se hizo eterna.
Sin embargo, ella lo entiende
la espera, como medio y no como fatalismo,
sirve de regocijo del que espera y del esperado.
Ella camina, él al fin la mira caminar,
pero no se distraen.
A los que esperan que cuando el show termine, puedan
encontrarse entre las filas.
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